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Dos jóvenes, que cubren su rostro con una máscara y un pañuelo, el
pasado martes, día 18, durante una protesta silenciosa en la plaza
Taksim (Estambul, Turquía). / Georgi Licovski (Efe) |
Agustín Moreno
Turquía y
Brasil, primavera de 2013. Parque Gezi en Estambul, transporte de Sâo Paulo y
otras ciudades. Contra la privatización de un espacio público o la subida del
transporte. Masas de indignados se empoderan en las calles: cientos de
miles en Turquía, más de un millón en Brasil, contra la injusticia y las
desigualdades. Participan especialmente los jóvenes y esta puede ser una de las
principales consecuencias políticas: que se empiezan a preguntar por sus
condiciones de vida, ausencia de trabajo y de expectativas para el siglo XXI.
Una nueva forma de intervención que desconcierta al poder político tradicional.
No cuentan con el apoyo de los partidos tradicionales ni de los sindicatos, no
tienen medios ni recursos económicos, pero son capaces de ocupar espacios de
gran simbolismo y poner en jaque a gobiernos desconcertados. No ceden ante la
represión, que tiene que aumentar la violencia para intentar acabar con ellos,
generando dinámicas de acción-reacción de difícil final, cuando hay muertos,
heridos y detenidos. Utilizan los nuevos medios de comunicación y las redes
sociales para llamar a la revuelta y mantenerla activa: han salido de Facebook
y han hecho temblara a los palacios. Rechazan la manipulación política y las
tentativas violentas de pequeños sectores, a veces con infiltración policial.
Antes fueron
las primaveras de hace dos años, que en el norte de África derribaron viejos
regímenes autoritarios (Túnez, Egipto, Libia), otros en Europa, América y Asia,
en los centros de poder financiero o en las zonas rurales. En España el 15-M y
las diferentes mareas y plataformas en defensa de la salud, la educación la
vivienda, el agua, el trabajo y el futuro de la juventud, etc. Se producen en
países de cultura islámica o cristiana, ricos, emergentes o pobres, en
dictaduras o en democracias formales. En muchos de los casos hay un
cuestionamiento del sistema económico y político, deslegitimado ante las masas
por no ofrecer soluciones a la crisis y aumentar la exclusión social. También
aparecen demandas de mayor libertad y de una democracia real y más
participativa; esto último en el caso de Brasil tiene una larga trayectoria con
los consejos ciudadanos, los presupuestos participativos y el proceso de
elaboración de la Constitución de 1988. Casi siempre aparece una ampliación de
la brecha entre la calle y las instituciones y el rechazo de la corrupción, la
asimetría de los sacrificios y los engaños electorales.
Las reivindicaciones
acaban yendo más allá de la motivación inicial concreta. En Brasil todo empezó
por la subida de 20 céntimos (7 ctms. de euro) del transporte y han acabado
pidiendo un mundo mejor. La exigencia de mayor reparto de la riqueza, por un
mínimo estado de bienestar, el fin de la corrupción y del despilfarro de los
fastos deportivos. Hay demandas de servicios públicos para todos, de educación,
sanidad, vivienda, acceso al consumo, y mayor libertad y capacidad de decisión
para los ciudadanos. Las frases: ”Brasil, despierta, un profesor vale más
que Neymar” o “Mejor un buen hospital que un gol de la selección”
resumen la conciencia de los manifestantes, que han tenido el apoyo de la
mayoría de los futbolistas brasileños, porque el movimiento no iba contra el
fútbol sino por la Justicia en Brasil.
En Turquía se
defiende no sólo un parque que la gente considera suyo, sino la identidad
urbana y cosmopolita que suponen los espacios público. Muchos turcos, aunque no
hayan leído nunca a David Harvey, coinciden en la práctica con él: la
creación de nuevos espacios urbanos comunes, de una esfera pública con
participación democrática activa, requiere remontar la enorme ola de
privatización que ha sido el mantra de un neoliberalismo destructivo. Debemos
imaginarnos una ciudad más inclusiva, aunque siempre conflictiva, basada no
sólo en una diferente jerarquización de los derechos sino también en diferentes
prácticas políticas y económicas. Si nuestro mundo urbano ha sido imaginado y
luego hecho, puede ser re-imaginado y re-hecho. El inalienable derecho a la
ciudad es algo por lo que vale la pena luchar. “El aire de la ciudad nos hace
libres”, solía decirse. Pues bien, hoy el aire está contaminado de gases
lacrimógenos, pero puede limpiarse.
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Una manifestante con el puño en alto y la cara pintada con los colores
de la bandera de Brasil, ayer, día 23, durante una protesta en la playa
de Copacabana (Río de Janeiro). / Marcelo Sayao (Efe) |
De entrada, la
toma de las calles tiene un valor terapéutico. Decía un arquitecto turco en
relación a la lucha, asambleas y ocupación con el campamento de la plaza
Taksim: “Nos hemos encontrado a nosotros mismos”. Pasar del yo al nosotros, es
el comienzo de las complicidades y de las revueltas que pueden cambiar las
cosas. Es decir, los movimientos sociales son energía democrática en estado
puro a favor de más bienestar y libertad, un intento de rehacer el mundo en el
que se vive a partir de sus anhelos más profundos.
Los movimientos
sociales tiene la capacidad de canalizar las protestas y hacer que se
visibilicen los problemas. Tienen gran poder de movilización y de marcar la
agenda política, pero no está claro que sean capaces de mover el tablero
político y disputar el poder en las instituciones. ¿Son capaces de politizar
los problemas, analizando sus causas y señalando culpables, proponiendo y
aplicando soluciones? Para reflexionar sobre la realidad y el papel de estos
movimientos, se ha reunido en Madrid este mes de junio la Universidad Popular
de los Movimientos Sociales, con la
presencia de su impulsor Boaventura de Sousa Santos. Un interesante
encuentro de más de cuarenta movimientos de España, Portugal, Italia y
América, junto con profesores y científicos sociales, al que tuve la suerte de
asistir por la Marea Verde.
Como
conclusiones generales se habló de la gran importancia de los movimientos como
factor de cambio, que la movilización consigue resultados, que la pluralidad es
un valor y la horizontalidad dispara la participación, que el poder va a
criminalizar las protestas, que se necesita una política de alianzas para
cambiar las cosas, y que las alianzas más sorprendentes son las que dan más
fuerza. Que hay que armarse de una paciencia infinita, porque esto va a durar y
el cambio no será fácil. Que la confrontación debe combinar los planos local,
nacional, internacional, social y político.
La gran
pregunta es: ¿son capaces de pasar del No nos representan al Sí nos
representan y articular referentes político-electorales que den la batalla
en las instituciones por el cambio necesario? ¿Hacen falta líderes para ello?
Personalmente creo que hay que huir de caudillismos y la experiencia del
movimiento Cinco Estrellas de Italia es muy significativa de cómo un gran
depósito de esperanza y de anhelos de cambio puede quedar en un fogonazo. La
primera chinita que hay que poner para que a partir de ella se forme la perla,
es un programa con el mínimo común denominador que una a partidos de izquierda
y movimientos sociales. Hay que consensuar ese programa mínimo trasformador que
frene la representación del neoliberalismo, más allá de la máscara que adopte.
Y escoger a las personas más honestas para que sean representantes en las instituciones
y a los que habría que vigilar como si fueran ladrones, que decían los clásicos
del movimiento obrero. Candidatos a prueba de Google, personas normales
haciendo cosas excepcionales. Porque hay que poner en pie una propuesta de
cambio, pero también una bandera ética que haga que la ciudadanía vote con
entusiasmo y sin tener que taparse la nariz.
En esta línea
también se han producido encuentros de reflexión y debate entre la izquierda y
los movimientos sociales, como las Jornadas
de Alternativas desde Abajo, y otras en marcha que intentan encontrar la vía de
intervención en la situación política para frenar la catástrofe social que está
viviendo España. No es fácil, se necesita mucha inteligencia política,
generosidad de los grandes y prudencia de los pequeños y compromiso de todos y
de todas.
Con sus
virtudes e insuficiencias, los movimientos sociales son hoy las luces más
brillantes en medio de una brutal crisis en la que el capitalismo salvaje asola
las calles y las sociedades. Faros en el desierto durante una noche sin luna
donde, si no lo evitamos, podemos amanecer en una especie de planeta de los
simios. Con su lucha y determinación ponen en evidencia que los poderes
políticos y económicos no son otra cosa que tigres de papel.