Luis García Montero
público.es - 21 noviembre 2013
Guardo dos sensaciones precisas del tiempo
que me tocó vivir bajo la dictadura del caudillo, nuestro generalísimo
Francisco Franco: el miedo a la Policía y el trato cotidiano con la mentira. Ya
sé que la realidad española fue suavizándose conforme nos alejábamos de la
sangría provocada por el golpe militar de 1936, pero en el aire de los años
cincuenta, sesenta y setenta que yo respiré podía percibirse con facilidad el
olor del miedo y de la mentira.
Los periódicos mentían tanto por lo que
callaban como por lo que decían. La retórica sobre el imperio, la raza, la
patria, la gloria que nos enseñaban en las clases de Formación del Espíritu
Nacional no resistía las primeras miradas sobre el mundo. Un país pobre,
menesteroso, humillado, sin ciencia, sin una economía sólida, sin cultura
pública, sin repercusión internacional, sufría bajo las alas del águila. Más
bien una gallina. Los colores de la bandera solo servían para ponerse rojos de
vergüenza y amarillos de envidia cada vez que íbamos descubriendo lo que era la
vida.
Los políticos mentían. Y no me refiero a
las verdades a medias y las manipulaciones propias del electoralismo. Mentían
de verdad y hasta el fondo, como yo de adolescente cuando me obligaban a
confesar los curas del colegio. Éramos herederos de un Régimen basado en la
instauración oficial de mentira. A Miguel Compins, Comandante Militar de Granada, fueron a
buscarlo los golpistas a su despacho, en donde estaba tan tranquilo cumpliendo
órdenes del Gobierno y de la superioridad, y lo fusilaron por ayudar a la
rebelión. No fue el único caso. El legal era el sublevado, en invierno hacía
calor, en verano frío, los peces volaban por las nubes y los pájaros nadaban
por las profundidades del mar si así lo afirmaba la autoridad.
Nadie, claro está, confundía la verdad
oficial con la realidad. Eso creaba una separación tajante entre el Estado y la
calle. Hoy somos herederos de esa división impuesta por la costumbre de mentir.
Lo que empezó siendo la mentirijilla electoral en la España democrática desemboca
hoy en el regreso a la desvergonzada mentira fascista. Rajoy jura que no conocía las actividades corruptas
de su tesorero más íntimo y no pasa nada. Ana Botella dice que la Reforma
Laboral ha salvado los puestos de trabajo de los trabajadores de la limpieza en
Madrid y no pasa nada. Se miente sobre la economía, el paro, la política
internacional, la honradez de la familia real, y no pasa nada. Las
instituciones –véase el poder judicial- son una mentira en funcionamiento. Ha
vuelto a hacer calor en el mes de enero. La moda de las memorias políticas en
nuestro país y la apertura de la Fundación Felipe González se deben a que está
vigente una veda infinita para las mentiras. Aquí el error propio es una
enfermedad descatalogada en las conciencias.
También hemos vuelto al grito de “la calle
es mía”. Lo lanzó Fraga Iribarne para recordarnos en 1976 la norma número uno
de la dictadura a la que había servido. Respondiendo a su origen, el Gobierno
del PP ha dado forma de ley al grito de Fraga.
En vez de respetar y solucionar los problemas graves de los ciudadanos,
criminaliza sus protestas con multas desmedidas y con estrategias de impunidad
para la represión. La ley hipotecaria nos deja sin casas, la ley mordaza sin
calle, dos formas de desahucio. A la Policía española deberemos tratarla con
miedo. Se acabó la confianza. Las Fuerzas de Seguridad tienen como enemigo al
ciudadano. La patria produce otra vez extranjeros en su propio país. Atreverse
a poner el pie fuera de la mayoría silenciosa es un acto de rebeldía intolerable.
Exigir y practicar los derechos constitucionales puede convertirnos en
cómplices de la sublevación.
Buenos días, fascismo. Los españoles
volvemos a vivir en una realidad cotidiana fascista. Podemos discutir si se
trata de prefascista, posfascista,
parafascista o cuasifascista, pero la evidencia es que nos hemos instalado en
el cartón piedra de la mentira y en una plaza de armas que sólo pertenece a la
autoridad. Entre nuestros derechos no está la calle. Convivir es obedecer bajo
el absolutismo de unos diputadísimos y unos ministrísimos que son herederos del
caudillo.
Podrán decirme que han llegado al Gobierno
por las urnas. Llegar por las urnas al fascismo no es algo nuevo, ni resta
gravedad, sobre todo cuando se incumplen los contratos electorales de forma
desvergonzada. Podrán decirme que la gente volverá a votarlos. Eso no
significará que dejen de ser fascistas, sino que el fascismo se ha instalado en
los procedimientos democráticos. En una realidad fundada en la mentira, con una
división tajante entre la España oficial y la España real, entre los mundos
virtuales y la experiencia de carne y hueso, los votos pierden su vinculación
con la calle y pasan a ser una parte más del videojuego de las supersticiones.
Sin patrimonio legal democrático, podrá haber votos, pero no habrá democracia.
Ni soberanía popular, ni instituciones
representativas, ni participación. Mentira y represión policial. Buenos días,
fascismo.
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