Luis García Montero
público.es - 21 noviembre 2013

Los periódicos mentían tanto por lo que
callaban como por lo que decían. La retórica sobre el imperio, la raza, la
patria, la gloria que nos enseñaban en las clases de Formación del Espíritu
Nacional no resistía las primeras miradas sobre el mundo. Un país pobre,
menesteroso, humillado, sin ciencia, sin una economía sólida, sin cultura
pública, sin repercusión internacional, sufría bajo las alas del águila. Más
bien una gallina. Los colores de la bandera solo servían para ponerse rojos de
vergüenza y amarillos de envidia cada vez que íbamos descubriendo lo que era la
vida.

Nadie, claro está, confundía la verdad
oficial con la realidad. Eso creaba una separación tajante entre el Estado y la
calle. Hoy somos herederos de esa división impuesta por la costumbre de mentir.
Lo que empezó siendo la mentirijilla electoral en la España democrática desemboca
hoy en el regreso a la desvergonzada mentira fascista. Rajoy jura que no conocía las actividades corruptas
de su tesorero más íntimo y no pasa nada. Ana Botella dice que la Reforma
Laboral ha salvado los puestos de trabajo de los trabajadores de la limpieza en
Madrid y no pasa nada. Se miente sobre la economía, el paro, la política
internacional, la honradez de la familia real, y no pasa nada. Las
instituciones –véase el poder judicial- son una mentira en funcionamiento. Ha
vuelto a hacer calor en el mes de enero. La moda de las memorias políticas en
nuestro país y la apertura de la Fundación Felipe González se deben a que está
vigente una veda infinita para las mentiras. Aquí el error propio es una
enfermedad descatalogada en las conciencias.
También hemos vuelto al grito de “la calle
es mía”. Lo lanzó Fraga Iribarne para recordarnos en 1976 la norma número uno
de la dictadura a la que había servido. Respondiendo a su origen, el Gobierno
del PP ha dado forma de ley al grito de Fraga.
En vez de respetar y solucionar los problemas graves de los ciudadanos,
criminaliza sus protestas con multas desmedidas y con estrategias de impunidad
para la represión. La ley hipotecaria nos deja sin casas, la ley mordaza sin
calle, dos formas de desahucio. A la Policía española deberemos tratarla con
miedo. Se acabó la confianza. Las Fuerzas de Seguridad tienen como enemigo al
ciudadano. La patria produce otra vez extranjeros en su propio país. Atreverse
a poner el pie fuera de la mayoría silenciosa es un acto de rebeldía intolerable.
Exigir y practicar los derechos constitucionales puede convertirnos en
cómplices de la sublevación.
Buenos días, fascismo. Los españoles
volvemos a vivir en una realidad cotidiana fascista. Podemos discutir si se
trata de prefascista, posfascista,
parafascista o cuasifascista, pero la evidencia es que nos hemos instalado en
el cartón piedra de la mentira y en una plaza de armas que sólo pertenece a la
autoridad. Entre nuestros derechos no está la calle. Convivir es obedecer bajo
el absolutismo de unos diputadísimos y unos ministrísimos que son herederos del
caudillo.
Podrán decirme que han llegado al Gobierno
por las urnas. Llegar por las urnas al fascismo no es algo nuevo, ni resta
gravedad, sobre todo cuando se incumplen los contratos electorales de forma
desvergonzada. Podrán decirme que la gente volverá a votarlos. Eso no
significará que dejen de ser fascistas, sino que el fascismo se ha instalado en
los procedimientos democráticos. En una realidad fundada en la mentira, con una
división tajante entre la España oficial y la España real, entre los mundos
virtuales y la experiencia de carne y hueso, los votos pierden su vinculación
con la calle y pasan a ser una parte más del videojuego de las supersticiones.
Sin patrimonio legal democrático, podrá haber votos, pero no habrá democracia.
Ni soberanía popular, ni instituciones
representativas, ni participación. Mentira y represión policial. Buenos días,
fascismo.
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